La aprobación en Estados Unidos del programa Parole Humanitario ha resultado en un verdadero milagro para miles de ciudadanos de varios países, pero particularmente para mis compatriotas nicaragüenses, en quienes me quiero centrar en esta columna.
En los días más álgidos del éxodo, registrados en los años anteriores, era común ver en Managua los buses de las «excursiones» llevando a miles de hermanos con rumbo a Estados Unidos. Miles que querían huir de la pobreza, la desesperanza que produce la dictadura que se ha enquistado en el país y que aplasta libertades y derechos, la persecución que genera ese régimen contra cualquier persona que intenten mostrar su pensamiento en público y hasta a los propios militantes de ese gobierno, que ya están hartos de la humillación y el sometimiento.
Mis hermanos nicaragüenses se despedían en llantos por las ventanas de aquellos buses. Atrás dejaban a sus hijos, padres, madres, hermanos, amigos, sus casas construidas con enorme esfuerzo. Dejaban sus sueños. Dejaban su país.
El consuelo era aquella promesa hecha por quienes se habían ido antes: tendrían un trabajo, ganarían buen dinero, pronto podrían tener un carrito, le podrían enviar remesas a los suyos y mejoraría la condición económica, quizá, de toda la familia, que en Nicaragua sigue atorada en un pantano político violento, corrupto y abusivo que somete al atraso y la miseria.
Esa idea es lo que de manera repetitiva y trillada le llaman «el sueño americano». Valía la pena intentarlo, dicen muchos, porque de todas maneras ya en Nicaragua no hay futuro cierto.
En la travesía, la mayoría vivía horrores. Desvelos, persecución, extorsión de grupos criminales y de policías corruptos a lo largo de los cuatro países que tocaba atravesar, secuestros y hasta la muerte.
En los últimos meses de 2022 circularon videos horribles de hermanos secuestrados por cárteles mexicanos. Hombres y mujeres sometidos a golpes, apuntados por armas de fuego y recuerdo uno, que partía el alma, en el que dos jóvenes imploraban a sus familias que mandaran el dinero para que no los mataran.
Otro video espantoso de dos muchachos arrodillados que eran golpeados con la plana de machetes en las orejas hasta reventarles y desangrarlos. Ese era el mensaje de los criminales para obligar a las familias pobres, siempre pobres, a endeudarse o buscar el dinero, hasta debajo de la tierra para rescatar a sus chavalos desdichados.
También vimos escenas crueles de familias en barrios pobres de Managua u otros departamentos esperando los cadáveres de sus seres queridos que habían perecido al intentar cruzar el temible Río Bravo. Ahí, esos muchachos, siempre jóvenes, se habían ahogado con todo y sus sueños.
El recuento de la organización Texas Nicaraguan Community, que ha acompañado a las familias a identificar y repatriar los cadáveres, apunta que solo en 2022; 44 nicaragüenses murieron ahogados en el paso fronterizo. Está por confirmarse cuántos murieron en accidentes de tránsito en México.
Estos 44 fueron identificados y al menos fueron sepultados en un espacio donde sus familias puedan recordarlos. Otros tantos ni siquiera han sido identificados y permanecen en morgues o en fosas comunes.
Ese panorama amargo se disminuyó drásticamente después del seis de enero de 2023. Estados Unidos amplió el Parole Humanitario para mis compatriotas nicaragüenses.
Debo confesar que cuando me tocaba escribir o editar aquellas noticias sobre esta nueva política del gobierno norteamericano me llené de desesperanza. Me preocuparon mis hermanos nicaragüenses. Me aterraba la idea de saber que miles, que intentaban desesperadamente huir de su desgracia, encontrarían una enorme muralla. Que serían deportados y condenados a regresar a la cárcel de miseria en la que han convertido a mi país.
Me conmovía pensar en tantos miles y miles, quizá alguno de mis primos o vecinos de mi pueblo, Cinco Pinos, desde donde han salido los jóvenes con quienes jugué trompo en la escuela, que estarían, según yo, frustrando sus ganas de buscar una vida mejor.
La primera noticia sobre el Parole que me emocionó como un niño fue cuando leí un tuit de la Embajada de Estados Unidos en Managua. «El 98% de las aplicaciones de nicaragüenses al parole están siendo aprobadas», publicó.
Corrí a designarle a uno de mis colegas para que escribiera y publicáramos la nota. Era para mí tan esperanzador. Pensé en los miles de hermanos nicaragüenses que habrían logrado viajar seguros. Muchos de ellos se habrían subido por primera vez a un avión, pensé.
¡Cuántas vidas de mis connacionales se habrían salvado de morir ahogados en el Río Bravo! ¡Cuántos pasaron de un lugar a otro en un tiempo máximo de dos horas y media! ¡Cuántos evitaron caer en manos de criminales que sin compasión los habrían encerrado y golpeado, por meses, hasta cobrar el rescate!
Cuánto dinero se ahorraron y qué bonito fue para todos llegar a un país libre, legal, sin temor a ser encarcelado, deportado o perseguido por «la migra».
Hoy que leo otras noticias sobre la presión de un grupo de políticos de Estados Unidos por que se elimine el Parole me vuelvo a preocupar. Vuelve a mí el miedo de que pase algo que suprima ese milagro. Que vuelvan mis paisanos a subirse en los buses de las «excursiones» desde el parqueo de la gasolinera en Managua.
Vuelvo a sentir preocupación por que nuevamente mi hermano, mi tío, mi primo o el otro chavalo de mi pueblo, que solo está esperando tener la edad suficiente para huir de la desgracia, tengan que emprender ese viaje por las vías de antes. Que vuelvan a arriesgar su vida. O que vuelvan a regresar en ataúdes. Me aterra y me conmueve.
Y finalmente, creo que los nicaragüenses que ya están seguros y establecidos allá, los que ya hicieron su vida y que tienen alguna posición de influencia, los activistas, las diásporas, los líderes de las comunidades, que tienen la posibilidad de incidir en alguna autoridad norteamericana, en comisionados, alcaldes, congresistas, senadores, o cualquier representante estatal en Estados Unidos; que vayan, hablen, incidan y pidan que se mantenga o se amplíe el Parole, el programa que ha salvado vidas de mis compatriotas.
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Dios te bendiga Álvaro, eres un gran ser humano