Corría el ya lejano año de 2008 cuando el entonces procurador general de la República, Hernán Estrada, le dijo a varios medios de comunicación que si Daniel Ortega y su esposa, Rosario Murillo así lo deseaban; no quedaría “piedra sobre piedra” en Nicaragua. Una advertencia macabra hecha realidad casi más de una década después.
La expulsión de 18 monjitas de la congregación de las Hermanas de la Caridad de la Madre Teresa de Calcuta ha causado un estupor en casi la totalidad de la sociedad nicaragüense. Un régimen que se considera a sí mismo “cristiano” expulsando a unas misioneras cuyo único “delito” ha sido darle de comer a los pobres, medicinas a los enfermos y a reforzamiento escolar a los niños de Managua y Granada.
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Estas monjitas ni siquiera en 2018 salieron a manifestarse (como sí lo hicieron otras religiosas) en contra del autoritarismo del régimen cuando empezó la matanza de jóvenes en plena insurrección de las conciencias de abril. Su vida está dedicada a la caridad y al trabajo con y para los pobres. Así lo ordenó su fundadora, Madre Teresa de Calcuta. Motivos reales o legales para su expulsión no existían. Como todo en la Nicaragua de hoy, la decisión fue política.
La incoherencia y el cinismo de los Ceaucescu del trópico llegan a extremos insospechados. Cuando Teresa de Calcuta fue canonizada en 2016 por el Papa Francisco, la vocera del régimen y todopoderosa ministra de la presidencia al uso, corrió a felicitar a las monjitas en su monólogo del mediodía en la televisora Multinoticias.
También en esa ocasión resaltó el encuentro que tuvo su esposo y mandatario en 1987 con la santa de Calcuta, prometiéndole que sus misioneras podrían trabajar con libertad para atender a los más desfavorecidos de Nicaragua.
Todo el mundo, dentro y fuera de Nicaragua se pregunta ¿Qué daño hacen unas monjas que reparten comidas, medicinas y enseñan el abc a los niños? Evidentemente, es una decisión sin sentido que sólo se explica –tal y como lo expliqué en TRECE Televisión de España-, con la ceguera que provoca la ambición de poder y el empezar a ver enemigos por todos lados, aun cuando esos “enemigos” no sean más que una estúpida fantasía dentro de la pesadilla en la que han metido a Nicaragua.
La persecución a la Iglesia Católica nicaragüense, en definitiva, es la muestra de la decadencia moral de un régimen que agoniza con la vida del dictador y que está condenado a desaparecer con su fundador, que es la única pieza que mantiene unido al partido de gobierno.
Mientras tanto, como una fiera herida y fuera de sí, el orteguismo sigue su huida hacia adelante, dando cada vez bandazos más propios de desequilibrados mentales que de gobernantes con un mínimo de sentido común dentro de la lógica del yugo totalitario impuesto a los nicaragüenses. Porque hasta para las dictaduras hay niveles, y la que desgobierna desde Managua está en el más bajo.
(*) Periodista nicaragüense de información socio-religiosa, actualmente exiliado en España.