A Ortega, su obsesión de poder no lo dejará bien parado ante la historia. Alabado hasta la extenuación por los achichincles del poder con una precaria sinceridad que produce empacho, producto al culto a la personalidad nunca visto.
La política nicaragüense pierde certeza y se adentra por los extraños recovecos de la exaltación del “hombre”, considerado por la “nomenclatura” de la nueva clase como el único capacitado para conducir a Nicaragua.
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La historia reciente nos enseña que, una dictadura aumenta su riesgo por una mala gestión política, por la falta de un sistema transparente de gestión, por la corrupción, etcétera; todo ello apunta a un incremento del riesgo político del dictador.
Lo más notable en esta coyuntura es la creciente y cada vez más explícita grieta entre el poder autoritario y el pueblo. El régimen Ortega-Murillo solo escucha los intereses de la élite, de los poderes fácticos económicos y no a quienes supuestamente representan.
Daniel Ortega se declara víctima de «protesta armada» ante cuerpo diplomático. Foto: Gobierno.
La corrupción es el mismo Estado autoritario. El Estado ha servido para la legitimación de la corrupción y al enriquecimiento ilícito. Para la cúpula del poder no tiene sentido el Estado de Derecho y predomina la lógica del Estado-Botín al permitir la apropiación indebida de los bienes estatales.
Los poderes fácticos piensan que el poder es patrimonio de la clase dominante y de los más fuertes sobre los pobres y los más débiles, es decir, sobre los ciudadanos “de a pie”.
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En esto se basa la actual arrogancia con que el poder dictatorial maltrata a los miembros de los movimientos sociales que, en su gran mayoría son ciudadanos “de a pie” reclamando sus derechos.
Al mismo tiempo, existe relación entre el poder y la soberbia. La enfermedad de la soberbia en las personas poderosas afecta la toma de decisiones, lo que pueden tener consecuencias muy graves para los ciudadanos “de a pie”.
La soberbia/arrogancia del poder se desarrolla en el “Síndrome de Hubris” (desmesura), que se traduce en la embriaguez/enloquecimiento del poder. La soberbia/engreimiento del poder dictatorial hace mucho daño a los “de abajo”.
La historiadora Bárbara Tuchman advirtió “que el poder genera locura, de que el poder de mando impide a menudo pensar (correctamente), de que la responsabilidad del poder (dictatorial) se desvanece, conforme aumenta su ejercicio”.
La altura histórica que alcance el dictador depende de la altura de la ola social sobre la cual surfean, y si caen o evolucionan mal, eso no se debe solamente al oleaje, sino a su impericia/incapacidad de evitar el tsunami sociopolítico.