«No me atrevo a llevarlo en la maleta, podrían detenerme si lo encuentran», «¡Ni loco meto ese libro en Nicaragua!», «Me atrevería a llevarlo, pero si entro por un punto ciego», «¿Y si lo forro para que no se vea la portada?», son algunos de los comentarios de familiares y amigos. Temen el simple acto de llevar un libro en su maleta.
En Nicaragua, ese gesto es arriesgado si el ejemplar se titula ‘Me duele respirar’ (Valparaíso, 2023). Ha transcurrido un año desde su publicación, pero con el tiempo me he dado cuenta de que he escrito un poemario peligroso. Una obra que nadie se ha atrevido a introducir en Nicaragua, el país que me vio nacer. Un poemario que, si te revisan la maleta en el aeropuerto y lo encuentran, podría significar la cárcel e interrogatorio asegurado por ser un ‘traidor a la patria’. En Nicaragua, amigo mío, la poesía ha pasado de religión a delito. De estrofa revolucionaria a poema censurado.
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‘Me duele respirar’ fueron las últimas palabras de Álvaro Conrado, un joven de quince años asesinado por un fusil Dragunov ruso el 20 de abril de 2018 durante las protestas contra el régimen de Daniel Ortega. Un efímero país convertido en un baño de sangre con cientos y cientos de fallecidos. Desde entonces, las postrimeras palabras de Álvaro, se convirtieron en símbolo de protesta y esperanza. Un heptasílabo que inspiró canciones, himnos, camisetas, estatuas y mi poemario, pues en su honor quise titularlo de esa manera. Tras su publicación, la respuesta del régimen no se hizo esperar: amenazas, advertencias y acoso por redes sociales.
Con más de medio millón de desplazados, cientos de desnacionalizados y una cultura poética que se desintegra, el libro llegó a oídos de los tiranos. Rosario Murillo, mano principal del régimen, dio la orden de censurar los heptasílabos yámbicos. Ella, poeta frustrada, odia el acento obligado en la sexta sílaba. Y aunque ‘Me duele respirar’, no sea un yámbico como tal, su furia mandó a lapidar incluso los anapésticos. Al parecer, si hay algo que diferencia a la dictadura de Nicaragua, es su sensibilidad poética. La cólera de Murillo se expandió entre los lectores clandestinos nicaragüenses, esos de perfil bajo que se pueden dar el lujo de salir del país y volver a entrar. Esos que no opinan. No hablan. Ven, oyen y callan.
Al llegar a España, los fieles lectores de poesía, descubrieron el heptasílabo más censurado del mundo. Nada más leer el título comprendieron la prohibición del libro y aquí empezó el debate. Comprarlo e introducirlo en su país conllevaría a cumplir condena en El Chipote, la cárcel más cruel del régimen. Hay miedo solo de portarlo. Es imposible leerlo en un autobús, compartirlo, recitar sus versos y venderlo en alguna librería sería pena capital.
En Nicaragua escribir contra la tiranía es un crimen. Nadie se atreve a darle forma a un soneto, gritar en nombre de la injusticia está penado. Impulsar la cultura literaria es un delito grave. Los poetas están escondidos y los periodistas exiliados. Gestores culturales desaparecidos como Fabiola Tercero, cuyo paradero es desconocido desde el pasado julio. Su único error fue impulsar la lectura a través de su plataforma ‘El Rincón de Fabi’.
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Irónico que en el país con más poetas del mundo por metro cuadrado, la poesía se haya convertido en calumnia gubernamental. Y es que en ese pequeño triangulito centroamericano, por unos versos usted puede ir a la cárcel. Los tiempos no han cambiado, amigo mío. Stalin mandó a Mandelstam a prisión por escribir un epigrama satírico en su contra. Ortega y Murillo fueron más allá y optaron por censurar los heptasílabos.
En mi defensa, he de decir que soy culpable. ¿Mi delito? 700 versos. 30 poemas. Un heptasílabo. Mandelstam no se equivocó. En Nicaragua, la más breve de las pláticas gravita, quejosa, al tirano del Carmen.