El juramento de salvar vidas debe ser inquebrantable para todos los médicos, para mi entrevistada a quien por seguridad llamaremos “María Pérez” lo es todo, razón principal por la que decidió estudiar medicina y unirse al movimiento estudiantil en las protestas de Nicaragua que arrancaron en abril de 2018.
“Me uní a las protestas con los estudiantes desde inicios de abril por la quema de la reserva Indio Maíz, después estuve apoyando en turnos a los estudiantes en la Universidad Politécnica, porque yo aún trabajaba en una compañía de seguros, más que todo para pagar luego mi especialidad en medicina, ya que solo me había graduado en medicina general”, explica.
Son las 5 de la tarde del domingo, 27 de enero; en el Schiphol, Aeropuerto de Ámsterdam, Holanda. Pérez está esperando en la sala de registro de salida, vestía un gorro gris, chaqueta negra, muy abrigada por el frío de 3 grados en la ciudad. La acompaña una maleta mediana y su bolso de mano, pero en su mirada reflejaba algo más significativo: la esperanza de estar a salvo, lejos de las persecuciones y un arresto seguro.


“Desde el 5 de junio del año pasado (2018), no he podido ver a mi madre. He estado en siete casas de seguridad, porque la persecución de la dictadura a las personas que estuvimos en la Unan-Managua es constante”, sostiene.
María renunció a su trabajo en la aseguradora cuando le informaron que los estudiantes necesitaban más apoyo de médicos por los constantes ataques de los paramilitares y tomó la elección de atrincherarse en la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (Unan), en Managua, a inicios de junio.
“Yo tuve que tomar una decisión: seguir cómoda con mi salario o ayudar con mis conocimientos de medicina a los heridos. Le dije a mi madre que no quería entrar en la resignación de ver esto de lejos, entonces tomé mi mochila con mis instrumentos de medicina y me establecí en la Unan, donde viví cada ataque que los paramilitares hacían, incluyendo el terrible 13 y parte del 14 de julio cuando hicieron la operación limpieza y nos querían muertos en la (iglesia) Divina Misericordia”, relata.
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Del Aeropuerto en Ámsterdam tomamos el tren a Baarn, donde María descansaría una noche para salir el lunes a Ter Apel, el centro de registro para las personas que piden asilo político. Un viaje largo, ya que el Ayuntamiento queda muy lejos, a casi tres horas de la ciudad.
Mientras se pone cómoda en casa, preparo la cena y conversamos un poco sobre lo que tuvo que vivir ese terrible día en la iglesia y cómo logró salir de Nicaragua sin que los paramilitares y Policía orteguista rastrearan su ubicación.
“Estaba junto a otros estudiantes en el puesto de Arlen Siu, el preescolar de la universidad. Desde allí nos cubrían una barricada de piedras canteras, que eran la protección a las balas de los ataques de los paramilitares. El ataque empezó el 13 de julio al mediodía, aunque casi todos los días nos atacaban, nunca pensábamos que nos emboscarían de esa manera y nos quisiera aniquilar en horas”, recuerda.
Fueron más de 14 horas de ataque masivo de los grupos armados de la dictadura hacia los estudiantes de la Unan, luego de que se habían refugiado en la iglesia cercana al recinto, la Divina Misericordia.
“Cuando miramos que no podíamos resistir, los chavalos que estaban al frente de la barricada nos ordenaron que evacuáramos y en eso miramos como los paramilitares prendían fuego al preescolar. Logré salir de la Unan al caer la tarde y nos refugiamos en la iglesia”, rememora con tristeza.
Entre la lluvia de balas, fueron asesinados dos estudiantes, entre ellos Gerald Vásquez, a quien Pérez lo miró morir y sentirse impotente de no poder salvarlo por las heridas mortales que recibió ese día.
Cuando María describe ese momento su impotencia la apodera, y su agonía se sumerge en el llanto y reclama: “porqué tuvieron que morir así, solo eran jóvenes que querían un país libre, chavalos que solo tenían un mortero para defenderse, es imperdonable lo que han hecho”, exclama en medio del llanto.
Luego de una pausa, tras un fuerte desahogo, antes de dormir, agrega: “’ ¿Sabes una cosa?, esa noche en la iglesia, le pedimos al padre la bendición, estábamos listos para morir, y morir dignamente por nuestra patria”.
Amanece y es lunes, en Holanda, hace más frío de lo normal, sopla un viento fuerte, María se levanta para desayunar y continuar nuestra entrevista. Salimos de casa, caminamos sobre el campo, ella se envuelve entre la bandera azul y blanco y continúa su testimonio.
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“Luego del ataque, yo no regresé a mi casa porque ya nos habían dicho que nos iban a perseguir. Estuve en diferentes sitios escondida, hasta que logré salir del país por la frontera con Honduras, en puntos ciegos, fue realmente muy difícil salir de Nicaragua”.
Pérez se refugió en la casa de una amiga en Tegucigalpa, pero no podía salir de este lugar, por motivos de seguridad.
“El Ciprodeh (Centro de Investigación y Promoción de Derechos Humanos en Honduras) ya me había notificado que existían grupos de infiltrados de paramilitares en Honduras”, afirma.
“La verdad he tenido personas que Dios me ha puesto en el camino para que me ayuden y hoy gracias a Dios me puedo sentir realmente a salvo, lejos del miedo y el terror que alguien me mate o me lleve a prisión”, dice.
Actualmente María está en Ter Apel, donde se encuentra refugiada y empezará el proceso de solicitud de asilo. Bajo un techo seguro y el resguardo del equipo migratorio holandés, la doctora nicaragüense se enfrenta a un futuro incierto, porque no sabe cuándo podrá regresar nuevamente a su nación, pero tendrá la convicción y tranquilidad de estar lejos de las persecuciones del régimen.
Se estima que alrededor de 22 personas, incluyendo tres familias nicaragüenses, han pedido asilo político en Holanda, tras las protestas de abril, y la cifra aumenta a medida que crece la represión por la dictadura en Nicaragua y los países vecinos centroamericanos se tornan menos seguros para los refugiados.